Pancho Galan, el Gaiteru de llonin 2

El Oriente de Asturias
CECILIO F. TESTON
01.09.2000

( Continuación)
Los misterios de la natura­leza guardan con celo sus secretos, a pesar de los buceos vertiginosos de la informática y de los collados alcanzados de clonaciones y genomas.

Uno de los dos mellizos, Pancho, ya desde el principio enquiscaba orejas y afinaba sentidos con atención ante cualquier murmullo del valle, que diligente archivaba en su entusiasmada cabecita, poniendo en marcha sensacio­nes. Era la misma vida la que metía ruido. Y llamo vida a cuanto se movía y le creaba mitos al curioso chaval: al susurro de la hoja de castaño que lamentaba la pérdida del erizo, al desprenderse por el ábrego; al tintineo de los gote­rones de lluvia, que caían del alero viejo y desdentado de cuadras y solanas, lustrando en el suelo un collar de pedre­ría, librado de la llamarga del barrizal con tal esplendor a lo largo del zócalo, que ni Salo­món llegó a lucirlo semejante en belleza; al traquitraque de madreñas de clavos y tarugos, que descubrían, sin tener que verlo, el humor y ritmo pecu­liares de cada vecino que iba a Cuetu Urbasu o a La Redon­da y a La Bolera; al chirrido del carromatero jalado por la yunta de tasugas, que regresa de la llosa y carraspea en el pedriza! desde La Pola y La Pomaraa, hasta El Baile y La Casuca.

¿El artista nace o … ? No le demos vueltas: Quod Natura non dat, Salamantica non praestat, que es tanto como pedir peras al olmo, si el cro­mosoma no está por la labor de semejante correo … El arte se debe a la gracia, y de gra­cia viene gratuito.

En las prolongadas noches invernales, allí junto al llar, en que chisporroteaba la enci­na y el gorgoteo del pote sazo­naba dulzuras de enjundia humilde y la borona adquiría la textura del pandero, Pan­cho reproducía las zaraban­das de la jornada y las some­tía al eco de cacerolas y calde­ros. Al tiempo la madre afa­nosa en la nidada de rapaci­nos ávidos de leche y torta, iba intercalando la lección diaria del padrenuestro, para acostumbrarlos a implorarlo todo de Aquél por cuya inter­cesión se pudiera aguantar en una España camisa blanca de mi esperanza.

El caso es que, debido a esta gratuidad de la naturaleza, pasarían pocas primaveras, sin que nuestro Pancho apro­vechara encantos y oportuni­dad para acercarse a las umbrías del Aliso y Rubena. Allí se proveía de chifios de diferente tonalidad. ¡Era una gozada para el niño poder reproducir a su antojo el soni­do de pitos, chiflas y silbatos! De las cañas más verdes de nogal, aliso, avellano o sauce, tras cortar un segmento de ellas y hacerle unas incisiones precisas, golpeaba con el mango de la navaja en la superficie cilíndrica, hasta sudar bien la corteza y así poderla desprender por la humedad de la savia del meo­llo, mientras recitaba:

Suda, suda, cañavera
que tu madre está en Pes­quera …

Y sudaba. Y Pancho, toca que te toca el silvestre cara­millo, disputaba a los grillos el silencio de la aldea.

Bien temprano se había fijado el día de San Sebastián en el manejo de tambor y pan­deretas por parte de las mozas que dirigía Balbina, cuando, habiendo llegado al cabildo de la iglesia con el ramo, se disponían a cantar:

Ahora que salen de misa.

(Les dijo a sus pupilas Bal­bina, quienes, equivocadas de letra, repitieron la advertencia):

Ahora que salen de misa.
Eso no lo diji yo.

(continuó desesperada la mentora, al ver que aquello no llevaba remedio)

Eso no lo diji yo.

(siguieron, como si se trata­ra de las estrofas del ramo, para rematar

Malos demonios vos lleven.
¡En buen lugar quedé yo!

Todo terminaba en regocijo, pues era fecha de incienso y arroz con leche, y hasta las heridas del Santo parecían rosas, mientras don Crisanto repartía hisopazos y don León imponía silencio, antes de entonar el Gloriase Martyr Christi! con aquella voz de sochantre, que en otro tiempo había llenado las bóvedas de la catedral de Mondoñedo y entonces, solemnizaba en la admirable Iglesia de San Pedro de Alles.

Al silbato siguió el manejo de palos sobre el odre de mazar la leche y el golpeteo a una lata de Pimientos La Huertana, que, aunque, abo­llada, cada vez le sacaba tim­bres más extraños de percu­sión. Por cierto, que tal estré­pito lo aprovechaba la madre para que el críu espantara la gorrionada que jatea que te jatea esquilmaba el maíz del corredor, porque, jumíu del alma, eran una peste.

Escuchaba atentamente el seseo acompasado de la gar­lopa, cuando su padre sacaba virutas y el abedul o el plága­n o pasaban del bosque al arca o al alero del corredor y a la tayuela, para acompañar a los vecinos con la disculpa de útiles.

Ningún profano que con­templara en Peñamellera a un donjuán con una estorneja en la mano y unas varas de avellano en el portal, se podría imaginar que de allí fuerá a nacer una macona.

Tampoco se podría suponer con facilidad que de aquellos inocentes sonidos, que, corno la niebla, quedaban prendidos a jirones en aquel pliegue hermoso del Cuera, sometidos intuitivamente a análisis y constante práctica de imita­ción y ritmo, fuera a surgir el gaitero del mañana.

El caso es que el oficio lo comenzó por el de tamborite­ro. La economía tuvo mucha parte en ello, seguramente.

Sin embargo su embeleso iba en aumento, a medida de que el día de San Sebastián, primero, y después el de San Julián en Cavandi, invitado en casa de Los Galán; el de San Millán en Besnes; el de San Justo y Pastor en Mier; el de San Fausto en Trescares; el de La Virgen del Monte en Río de Santa María; el de la Magdalena en Cáraves; el de San Juan en Oceño; los de la Fiesta del Ramo y La Sacra­mental en Alles; el de San Francisco en Rozagás … y otros muchos del Valle Bajo y Cabrales, podía escuchar y contemplar a Torre el de Merodio y a su hijo Torrucu; a Eugenio, también del mismo pueblo; a Pedrín , El Ciegu Pandiellu; a Arsenio Lobeto de Camarmeña; a Paco, el gai­teru Pimiango, que era natu­ral de San Pedro de Las Babe­ras; a Ramonín el de Aga­nes; Al Ciegu Tresgrandas; al Portugués de Ojedo … Pero no quería perderse ni ripia de Llanín el de La Borbolla y de Manolo Rivas el de La Porti­lla, casado y vecino de Alevia, pues constituían ser sus dos ídolos. Cuando ellos actuaban, no dejaba pasar la ocasión de ir andando, o como fuera, a escucharlos.

De estos últimos no aparta­ba la mirada en las romerías, fijándose en posturas, técni­cas y piezas que tocaban: le maravillaban los adornos y mordentes, conseguidos por los maestros con toda clase de apoyaturas de medio agujero. Él llegaría a lograrlos dobles y triples, aunque sobre el VI grado en posición cerrada, para ornamentar las notas más bajas del puntero muy propias de la marca Pancho Galán.

Llanín, que era pariente de sus parientes de La Borbolla, se dejaba, y con generosidad le aconsejaba en el manejo de los recursos del aire y el con­trol del mismo en el fuelle. Ello le permitiría ser un maestro de una especie de grupetto con la zurda y del vibrato sostenido con la dies­tra, que pondría en práctica a menudo, cuando le quedaba holgura de tema melódico y compás.

Lo de Manolo Rivas era más complicado. Manolo era muy celoso de sus logros y de vado a la primacía de su arte. No solía compartirlos con nadie. Es más, cuando adver­tía la presencia de algún fis­gón, llevaba la pieza por el sendero de la pesadez y la torpeza, arrastrando los dedos vacilante, lo que indu­cía al seudoalumno a la deso­rientación más confusa de mal derrotero. Ahora bien, cuando se encontraba concen­trado en la labor y desarrolla­ba todo el arte que llevaba dentro el llanisco de La Porti­lla, era tal la claridad con que abordaba virtuosismos y cali­dades musicales, que mostra­ba con facilidad su asombrosa técnica . En naturalidad expresiva y sencillez, no le aventajaba ni Remis.

Pancho, aguilucho del Cuera, que valora su posición desde el cantizal, e intuye cuáles son tiempo y espacio adecuados para obtener obje­tivos, se dio perfecta cuenta de que había que utilizar estrategias para llegar a Manolo y estar en los momen­tos de ensimismamiento del maestro, sin molestarlo. Plan­tarse en el punto adecuado, revestido de toda prudencia.

Y es que aquel mozo de Llo­nín tenía la delicadeza y sole­ra y al tiempo valentía y fuer­za propias de los hijos de La Borbolla y de la probada estirpe de Los Trespalacios del Valle Alto, que siempre aprovecharon aquí y en ultra­mar la ocasión de demostrar que no en vano fueron pares entre los mejores, ganándose en buena lid cuanto se pusie­ra en juego en la palestra.

En el Cuera aprovechaba Pancho los veranos de pasto­reo entretenido en las brañas con ensayos y tarareos, acom­pañados de palos, maderos, latas y chiflas de dos aguje­ros. Desde El Hoyu La Canal a La Rayuela y del Cabañón a otras más, pastoras y pasto­res armaban romerías des­pués de las partidas de bolos al atardecer, mientras el ganado acudía al aprisco atraído por la sal. La algara­bía de validos y mugidos y los alegres jujujús de la mocedad en aquellas alturas, en que apuntaba la niebla en la Marina y Valle Oscuro, daban a sensación de una vida plena de satisfacciones y de paz bucólica, mientras por debajo de Liño y Turbina se iba ennegreciendo la pobre España, que de tumbo en tumbo no se encontraba a sí misma desde el 98.

Aparte de estas experien­cias, frecuentemente iba a la Borbolla, al origen de sus ancestros, y al lado de su amigo César, que comenzaba lo de la gaita, le acompañaba con el tambor y probaba el instrumento de sus sueños.

Los dos pasaban horas y horas en tales estudios. Y entre el olor de la manzana que se comenzaba a mayar en el duernu y el de las castañas tostadas al tamboril, libres del ganado, porque la helada del tardíu ya lo había ecbado de los puertos y pastaban a derrotu en las erías, aquellos dos colegas de tantas romerí­as desentumecían cuarto y meñique, sobaqueando el fue­lle, hasta que las de la cocina daban la voz de ¡a cenar, que ya nos tenéis aburrías con el roncón del diañu!

(Continuará)

El Gaiteru de Llonin