Pancho Galán, El gaiteru de Llonín 5

El Oriente de Asturias
CECILIO F. TESTON
22.09.2000

(FINAL)
Pero Peñamellera seguía viviendo los flecos del desastre anterior: en el monte se moví­an, huidos de las fuerzas del Estado, varios grupos de hom­bres, los emboscaos, que no querían entregarse, y merode­aban por las aldeas para poder subsistir. La guardia civil los perseguía y en su fun­ción de pesquisa llegó a la con­clusión de que la casa de Pan­cho podría ser sospechosa. Intervino entonces el párroco Don Crisanto Fanjul: «Mari­quina y Pancho. Estad tran­quilos. En adelante no volve­rán a molestaros».

Desde aquel día los ensayos fueron continuos. Enseña a tocar el tambor a varios ami­gos y escoge en pnnc1p10 a Luis Sánchez, el hijo de Cán­dido y Catalina. Más tarde le acompañaría el hij o mayor Francisco (Panchín) y después su propio hermano Secundino.

Porque, efectivamente, entre músicas y gaitas dos hijos, Francisco y Amador, lle­garon al hogar.

En seguida sopesó el matri­monio el proyecto de educarlos al máximo. Ponen sobre la balanza cuantas posibilidades hubiera y de otra parte, los esfuerzos necesarios para superar las dificultades.

Francisco pasó a estudiar a Oviedo y faltaba situar al segundo, Amador.

Una tarde, cuando el matri­monio se encontraba dedicado a las faenas de la hierba, al ver al rapacín, rastrillo en mano en el intento de atropar heno sin mucho entusiasmo, abordó la madre el asunto: «Pancho, tenemos que arreglarnos con lo que sea y poner a estí críu a estudíar también …»

Efectivamente. Tentaron los recursos y llegan con él al Seminario de Corván de San­tander. Algo impresionó al chaval, que al entrar, rompió a llorar y dijo que él no quería entrar allí. Allí no, pero en Oviedo, sí. Al lado de su primo y compañero Luis Angel Caballero sigue los estudios que culminarían en aquella fiesta por todo lo alto e; Llo­nín el día del Cantamisa, doce años después. María Caso Pintueles y Francisco Galán Trespalacios, padres de un sacerdote, cuya trayectoria apostólica e intelectual habría de ser muy útil a la iglesia de Asturias en la España que se incorporaba con decisión a la democracia, ofrecieron en ban­deja de plata al hijo unas pre­ciosas palabras de aquella mujer inteligente y humilde: «Mira, jumíu, somos probes: ahora tócate mirar a tí por los probes».

Pero, volviendo a los inicios de sus correrías artísticas, se le puede encontrar cada vez más comprometido con su nueva profesión de gaitero. Comienza a animar las rome­rías del pueblo y a sembrar satisfacciones en los lugares en los que actúa. Y la fama va extendiéndose hacia los Valles Alto y Bajo de Peñamellera, a Cabrales, Ribadedeva, Llanes y Onís, con salidas a otros puntos de la geografía asturia­na: Oviedo, Mieres, Villavicio­sa, Grado … No deja a un lado a la antigua Asturias de San­tillana, por el hecho de estar más allá del Deva (Peñarru­bia, Lamasón, Herrerías, Val de San Vicente, Liébana). Incluso le vemos que asiste a tocar en bodas de Torrelavega, Santander, Barcelona …

Pero por medio estaría aquel día de Las Piraguas de 1954. Salió de Alles un auto­bús de Mento bien temprano. En La Molinuca esperaban ya Pancho y su hermano Cundo (tamboritero). La alegría de los endomingados excursionis­tas estaba asegurada, porque disfrutaban de la esplendidez de los indianos, que les habían solucionado transporte y comida en La Vega de Llovio, a la entrada de Ribadesella. Pancho a la altura de La Cortina de Siejo sopla y el roncón que lucha con el zumbido del che­brolet: «Adiós, la Sierra del Cuera / Adiós, Nedrina y Usllaves». («Ahí van los de la campanona de rumba» -comentó Terio a Constante, que se esforzaba en la lectura del contador eléctrico tras la puerta). De rumba, sí, y de la gorda. No supieron quiénes habían ganado bajo el puente de Ribadesella la regata más famosa de Europa, pero eso sí, no se movió mocerío femenino alguno por las riberas del río, que no dejara rastros placen­teros de ilusión en los ojos del sentimiento de aquellos peña­melleranos. ¡Asturias estaba salvada ante floresta tan her­mosa como la de las mozas del Sella!

Saltaron, brincaron y danza­ron toda la tarde, mientras la bota les dejó espacio para tales menesteres. Y hacía tiempo que el sol se había retirado por el Sueve, cuando suben de nuevo al autobús, para mascar nostalgias de un día bueno, camino de Peñamellera. Había pasado La Playa de San Anto­lín y dejado atrás el puente enrevesado de aquella rincona­da sobre el monasterio que ya estaba allí, cuando, al abando­nar las curvas sobre el Bedón, un chasquido brusco y de metal dio con el armatoste contra un chopo de la cuneta. El golpe seco no sacudió, sin embargo, el sopor general de la resaca, pero alarmó el instinto, más útil que la razón. Saltan del autobús a trompicones por las ventanillas y comienzan 􀋮da uno su particular inven­tario de magullamientos. Un aturdido, mientras se rasca, mete un caldo de gallina entre los labios, y considera el late­río de chatarra con ruedas qne se había arrugado en el talud. Saca el mechero ( denso olor a gasolina), y viene la chispa fatal: el pito se convirtió en volcán y todo comenzó a arder entre el griterio de los viajeros.

La gaita de Pancho ardió en el siniestro, sin poder rescatarla. 4.000 pesetas escotaron entre todos para remediar al desolado gaitero. Con otras 500 más en el bolsillo en pocos días se puso en contacto con Antonín Cogollu, con el que el trato era fluido a causa de que por su conducto le había encargado varias gaitas para indianos de Chile. Antón le dijo que tenía una muy guapa expuesta en La Feria del Campo en Madrid y que en cuanto viniera) seria para él.

Llegó un día el de Las Regueras con tal promesa a casa de Pancho a Llonín. Día de alegría: era una preciosi­dad vestida de azul y con un centímetro menos que la ante­rior en el caramillo. Y si la anterior se había consumido por el fuego, ésta, al nacer, habría de mostrar sus propios signos.

Habían cenado y tras larga tertulia, cuando picó el sueño, se fueron para la cama.

No pasaría mucho tiempo, cuando la voz destemplada de Antón: «Allámpome, madre del alma. Entaina, Pancho, trai el calderu», reventó de estampida por la sala del corredor, dando un traspíes contra una lleza de maíz. Allí estaba Cogollu con la bacini­lla en la mano, no como Dios
le había echado al mundo, porque el Creador sabe hacer mejor las cosas, sino destem­plado, como era el viejo arte­sano, huesos espantados como una aparición en medio de un turbión de humo. Todo había ocurrido muy rápido. Se había quedado dormido con el cigarro en los labios y menos mal que las llamas no habían alcanzado al bolsillo del calzón, donde tenía la faltriquera.

Esa gaita fue la definitiva. Con ella empezaba las albora­das por las callejas de la aldea, para alborotar al perso­nal. Encabezaba el séquito del ramo con las mozas engalana­das en dirección a la ermita, donde el santo esperaba la ofrenda rodeado de satisfecha clerecía. Entraba en el templo y desde aquellos días, en que Elías Canal y después sus hijos cantaban la misa en latín con resabios de melodías mozárabes, que se quedaron prendidas de la viejas piedras de Plecín, Ciriergo o Espioña, _hasta aquellos en que inter­pretaba con virtuosismo El Entremediu Misa y La Mar­cha Real y más tarde Astu­ries, Patria querida, Pancho aumentaría repertorio y téc­nica, hasta ocupar el puesto de honor entre los buenos.

Don Andrés Corsino Argüelles, primero, y después Don Angel Teja Arce, Párro­cos de Panes serían sus ani­madores y en cierto modo promotores en cuanto a la música religiosa en la que se especializó y dejó constancia de su dominio.

En 1981 llevó su arte a La República Dominicana, invi­tado por los asturianos de allí y con El Corri Corri de Cabra­les, grupo al que asistió durante treinta años, se pre­sentó en Lorient (Bretaña) en el Festival Internacional de Música Céltica.

Fue además un gaitero renovador, porque aparte de las piezas clásicas (Xota del Cuera, Xota de Peñamellera, La Neña tá nel monte, Xota de Cabrales, Pericote, Lo Mudau, Chalaneru, Romande de Santa Clara, Los Trepeletrés de Oceño … y de todo el Can­cionero Religioso) no tuvo reparo en incorporar variedad de melodías modernas en su puntero, sometidas al ritmo de los tiempos (agarraos, pasodobles, boleros y valses ). Para amoldarse a tales aires se vio obligado a utilizar el requinto de la gaita, como parte de la extensión ordina­ria del mismo puntero, sin descuidar enrevesados mane­jos de octavas agudas.

Su estampa como la de los más grandes: roncón derecho y empinado, sopla sin inflar los papos, tapa el asiento del roncón, para ayudar a cam­biar el payón y comienza y acaba con floreos de recorrido alterno hasta dar el sol con atrevimiento.

Pero sobre todo aquel que lloró soledades, como El Gai­tero de Gijón, sin abandonar los xíringüelos, supo tales amarguras el 13 de marzo de 1992, al despedirse de Mari­quina en el cementerio del pueblo. Allí quedaba la musa dormida con la sonrisa de la paz, que supo modelar a aquel artista desprendido y noble. Nunca apretó, como aquel día, el fuelle de tercio­pelo contra su pecho dolori­do, al llegar a la soledad de su casa.

En Abándames había deja­do a Nel, colega de afanes musicales, otra tarde tam­bién. Tras hinchar el fuelle entre los tapiales del cemen­terio, logra Pancho acongojar a la gaita, que parecía expre­sar los lamentos de este saber popular en peligro, si los hijos de Peñamellera no lo reme­dian. Preciosa salmodia de responso ancestral, que reme­mora la solemnidad de aque­llos reyes pastores de las páginas santas.

No es momento de hacerse preguntas …

Dejemos hoy, 30 de abril de 2000, que Pancho vuelva la espalda y enfile calleja arriba, encarando el Cuera, a paso de tres por ocho y aire lento: desde el Aliso al Rubena se pone un nudo en la cultura del Valle.

El Gaiteru de Llonin